Decía Cicerón que quien no hubiera estudiado «la naturaleza humana, la vehemencia de las pasiones y las causas que las irritan y las sosiegan, no podrá conseguir en modo alguno el efecto que con su oración se propone» (Cicerón, 2017). Sabía el filósofo romano que las emociones eran la palanca para mover a la creencia, para convencer, pero también sabía que sin un conocimiento del tema a tratar, que implica un conocimiento racional, el discurso quedaba incompleto.
Abandonada, por idealista, la pretensión platónica de alcanzar la figura del orador ideal como aquél que busca la verdad («Un arte auténtico de la palabra […] que no se alimente de la verdad, ni lo hay ni lo habrá nunca», (Platón, 1997)), el siguiente paso es reconocer que la verdad tiene un alto grado de incompatibilidad con lo sentimental, y no porque lo que «se siente» sea mentira, sino porque no se puede verificar su veracidad.
Es lo que ocurre con la figura del charlatán, que no es que mienta, en el sentido de faltar a la verdad, es que la verdad no le importa en absoluto, no tiene lo verdadero como referencia de su discurso. Mientras que el mentiroso tiene que conocer la verdad para poder mentir, el charlatán no tiene por qué saber qué es o no verdadero, porque, sencillamente, la verdad no tiene ninguna relevancia para él (Frankfurt, 2013).
Por esto, y en tanto que el charlatán, en sentido estricto, no miente, obtiene un alto grado de tolerancia en la sociedad actual, aun cuando el daño que pueda causar sea mayor que el que causa el mentiroso (Frankfurt, 2013), porque a la mentira siempre se le puede responder con la verdad, pero a la charlatanería solo se le puede responder con la razón, razón que se muestra en claro retroceso en nuestros días.
Que la apelación a los afectos es una constante de quienes se han dedicado a la Oratoria es algo que no se puede negar, pero de lo que se trata de dilucidar aquí es si esa apelación ha dejado de ser «parte» para convertirse en «todo», arrasando con cualquier tipo de «argumentario» en el discurso político.
Los datos que ofrece la encuesta realizada arrojan una lectura en línea con la tesis del triunfo de los sentimientos, como revela el hecho de que en varias de las cuestiones planteadas con instrucciones sencillas, en las que se daba la libertad de no cumplir con esas instrucciones y la posibilidad de añadir una respuesta abierta, se abra un abanico de respuestas profundamente emocionales.
Que los eslóganes lanzados en las intervenciones presidenciales («Este virus lo paramos unidos» o «Doblegar la curva») sean las expresiones más recordadas y también las consideradas más eficaces pone de manifiesto el éxito de estas fórmulas, que apelan a lo emocional, al sentimiento de unidad, de grupo, por encima de un argumentario que hubiera podido apelar a la evidencia científica.
Lo que también resulta patente es que todo el uso de un lenguaje que se aleje de lo común no podrá nunca tener el éxito que se espera cuanto se lanza al auditorio. «Moral de victoria» ha sido la constatación de este hecho: llamativa, sin duda, ha sido una expresión poco recordada entre las personas que han respondido a la encuesta y también considerada de las menos eficaces.
La oratoria, y más la oratoria política, ha de ser cercana a la forma de expresarse de la mayoría de la ciudadanía. Esto no significa que no se deba ser exigente, cuidadoso y escrupuloso con las palabras que se usan, sino que deben ser aquellas que contribuyan a la claridad y no entorpezcan el entendimiento: «Las palabras raras, las compuestas y las inventadas deben usarse poco y en pocos pasajes» (Aristóteles, 1998).
El hecho de que lo emocional se haya impuesto en la oratoria política puede responder a la cuestión del esfuerzo que supone razonar, o, dicho de otra manera, a lo fácil que resulta «sentir». «Sentir» es, salvo que se sufra algún tipo de trastorno, algo innato. No es necesario ningún esfuerzo, trabajo o formación para sentir miedo, alegría, ira, amor, &c. ¡Ni tan siquiera es necesario desear sentir algo! Son respuestas no voluntarias: no se puede no sentir miedo en una situación de peligro, por ejemplo. Sin embargo, «razonar», aun cuando los razonamientos sean erróneos, requiere un esfuerzo por parte del individuo.
En tanto que sentir es más fácil que razonar, nos hemos abandonado a los sentimientos para la explicación de nuestro entorno, para el supuesto análisis crítico de nuestro presente, lo que sin duda, ofrecerá unos resultados completamente distorsionados del mismo, puesto que los sentimientos no son fin, sino causa de nuestro presente. Todo el mundo siente, pero no todo el mundo es capaz de construir un argumentario.
Pero no solo se puede cargar contra la ciudadanía «sentiente» la responsabilidad del abandono de la razón en el discurso político, ya que también ha sido la propia clase política quien ha renunciado a convencer y ha preferido conmover; quien ha elegido el camino de la conmoción como herramienta de gestión de la cosa pública.
En la línea que expone Michael Sandel y ya hemos mencionado en este trabajo: la política se ha vaciado de argumentario moral y lo que queda es, por un lado, la maraña de los sentimientos, y, por otro, el fin de la política con la entrega a la tecnocracia.
Traducido a las coordenadas del filósofo Roger-Pol Droit (Droit, 2016): el político se ha convertido en sabio, «iluminado, poseído, habitado por éxtasis y palabras que no controla», y ha abandonado la posibilidad de ser un filósofo, «ese hombre ideal que vive gobernado por la razón, doblega su existencia a la verdad y conoce la felicidad por la mesura». Sobran sabios y faltan filósofos.
En la antigua Grecia de llamaba «idiotes» a quienes no tenían ningún interés por lo público, por las cosas comunes. De aquí proviene nuestro «idiota»: «tonto o corto de entendimiento». Y no es que no haya en la actualidad interés por la gestión de la gobernanza, lo hay, pero cuando su crítica, su análisis, se hace desde una perspectiva sentimental se está abandonando la responsabilidad que como ciudadanos tenemos con el interés general. Nos estamos acercando peligrosamente a la figura del «idiotes».