Todos podemos estar de acuerdo en que la denominada «polarización» tienen un altísimo componente emocional, de tal magnitud que ni tan siquiera la evidencia que pueden proporcionar datos y cifras avalados científicamente servirá para hacer cambiar de opinión a quien ya está plenamente convencido «de lo que siente». La gestión de la pandemia y los múltiples bulos en torno a distintas cuestiones relacionadas con el Sars-Cov-2 dan buena muestra de ello.
Como ya hemos señalado en varias ocasiones en este trabajo, desde luego que el uso de lo sentimental en política no es nada nuevo. El ya famoso «Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?» de Cicerón, comienzo de las Catilinarias, son una apelación directa y explícita a lo emocional. Y antes del romano, ya la filosofía griega avisaba de los peligros de abandonar por completo el camino de la razón.
Pero al margen de recorridos históricos la pregunta es: ¿Por qué hoy parece tener más predicamento lo que «se siente», frente a lo que «realmente es»?
No hay mayor «verdad» que la que alguien pronuncia cuando dice «me siento de derechas» o «me siento de izquierdas». Las decisiones que se tomen desde estos posicionamientos estarán avaladas por el respeto reverencial, total y absoluto, por lo que se siente, relegando las evidencias a un segundo plano o, incluso, obviándolas por completo. Por ejemplo: si hay que subir impuestos por una cuestión de tesorería nacional, se defenderá su bajada; si hay que cerrar escuelas públicas porque no tienen alumnado, se defenderá mantenerlas abiertas, y estos posicionamientos se mantendrán por lo que uno es y no por lo que los hechos aconsejan.
Se pierde la capacidad para criticar, en el sentido en el que Baltasar Gracián utilizaba las crisis y que hoy se mantiene, aunque ya en desuso, en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: «7. f. desus. Examen y juicio que se hace de algo después de haberlo examinado cuidadosamente.»
En esta explosión de «lo sentimental» ha tenido mucho que ver, por paradójico que parezca, la aparición de las nuevas tecnologías y, sobre todo, las redes sociales como altavoz global. Decimos «paradójico» porque en esa confianza ciega que se tiene en los avances tecnológicos como elemento de progreso, entendiendo el progreso como un «ir hacia adelante», las nuevas tecnologías contradicen dicha creencia, al menos, en el terreno político (como hemos podido observar en recientes procesos electorales en los que ha quedado acreditada la manipulación a través de redes sociales y el uso de Big Data).
No podemos dejar de citar aquí a Umberto Eco y su reflexión a contracorriente sobre el efecto de las redes sociales en la ciudadanía: no hay ahora más necios que antes, solo que ahora gozan de un altavoz global.
Admitiendo que entre los siete mil millones de habitantes del planeta haya una dosis inevitable de necios, muchísimos de ellos antaño comunicaban sus desvaríos a sus íntimos o a sus amigos del bar, y de este modo sus opiniones quedaban limitadas a un círculo restringido. Ahora una consistente cantidad de estas personas tienen la posibilidad de expresar sus propias opiniones en las redes sociales. Por lo tanto, esas opiniones alcanzan audiencias altísimas, y se confunden con muchas otras expresadas por personas razonables. (Eco, 2016)
Es conveniente aclarar que nuestra postura no es la de la demonización de las redes sociales, sino la de su reivindicación como instrumento de clarividencia, en el sentido en el que el filósofo Gustavo Bueno habló de la televisión en su libro Televisión: apariencia y verdad:
Es la televisión la que ha permitido al hombre alcanzar su clarividencia funcional. La ironía de la televisión, en cuanto tecnología, estribaría, precisamente, en haber logrado neutralizar, eliminar o destruir, la opacidad de los cuerpos […] que se interponen entre el ojo humano y el objeto situado acaso en sus antípodas, y ello sin necesidad de pulverizar, de liquidar, o de sublimar estos cuerpos. (Bueno, 2000, p. 200)
Ni las redes sociales, ni tan siquiera los algoritmos que intervienen en ellas, por perversos que sean, son genios malignos al modo cartesiano que operan de forma autónoma, creados ex-nihilo, y con autoconciencia. No debemos caer en la trampa mecanicista de creer que hay un Matrix, de creer que el control es de la máquina, al modo de un HAL 9000 o un Skynet.
Detrás de cada cuenta en cualquier red social hay una persona que vota y a la que se le supone un mínimo de sentido común (al menos, el mínimo de sentido común para elegir a la persona que presidirá su Gobierno), detrás de cada cuenta falsa hay también una persona, al igual que los famosos algoritmos son diseñados por seres humanos de carne y hueso.
Resulta especialmente interesante para abordar el asunto de las redes sociales y de como han influido en nuestra forma de tomar decisiones la tesis expuesta por James Williams en Clics contra la Humanidad (Williams, 2021), según la cual estas redes sociales que, en teoría, iban a ayudarnos a estar más conectados e iban a ampliar nuestro acceso a la información, en realidad nos han restringido la libertad de atención, elemento necesario para la libertad de expresión, en tanto que ésta necesita de un tiempo para la reflexión y para la crítica («crítica» en el sentido antes citado).
Si no hay tiempo para la reflexión, para el análisis crítico de la información a la que tenemos acceso, los posicionamientos ante todo tipo de cuestiones, las triviales y las decisivas, serán puramente emocionales, intuitivos, y, en ese terreno, la manipulación encontrará un campo perfectamente abonado para crecer y extenderse.
El presente trabajo tiene como objeto de estudio el impacto de los discursos televisados que el Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, dio a la Nación durante el periodo de confinamiento domiciliario decretado a causa de la pandemia provocada por la Covid-19, periodo que abarca desde el 14 de marzo hasta 21 de junio de 2020. En el apartado «Apéndices» («Apéndice B», p. 50) se ofrece un listado de los discursos: un total de 15.
Decía Cicerón que quien no hubiera estudiado «la naturaleza humana, la vehemencia de las pasiones y las causas que las irritan y las sosiegan, no podrá conseguir en modo alguno el efecto que con su oración se propone» (Cicerón, 2017). Sabía el filósofo romano que las emociones eran la palanca para mover a la creencia, para convencer, pero también sabía que sin un conocimiento del tema a tratar, que implica un conocimiento racional, el discurso quedaba incompleto.
Abandonada, por idealista, la pretensión platónica de alcanzar la figura del orador ideal como aquél que busca la verdad («Un arte auténtico de la palabra […] que no se alimente de la verdad, ni lo hay ni lo habrá nunca», (Platón, 1997)), el siguiente paso es reconocer que la verdad tiene un alto grado de incompatibilidad con lo sentimental, y no porque lo que «se siente» sea mentira, sino porque no se puede verificar su veracidad.
Es lo que ocurre con la figura del charlatán, que no es que mienta, en el sentido de faltar a la verdad, es que la verdad no le importa en absoluto, no tiene lo verdadero como referencia de su discurso. Mientras que el mentiroso tiene que conocer la verdad para poder mentir, el charlatán no tiene por qué saber qué es o no verdadero, porque, sencillamente, la verdad no tiene ninguna relevancia para él (Frankfurt, 2013).
Por esto, y en tanto que el charlatán, en sentido estricto, no miente, obtiene un alto grado de tolerancia en la sociedad actual, aun cuando el daño que pueda causar sea mayor que el que causa el mentiroso (Frankfurt, 2013), porque a la mentira siempre se le puede responder con la verdad, pero a la charlatanería solo se le puede responder con la razón, razón que se muestra en claro retroceso en nuestros días.
Que la apelación a los afectos es una constante de quienes se han dedicado a la Oratoria es algo que no se puede negar, pero de lo que se trata de dilucidar aquí es si esa apelación ha dejado de ser «parte» para convertirse en «todo», arrasando con cualquier tipo de «argumentario» en el discurso político.
Los datos que ofrece la encuesta realizada arrojan una lectura en línea con la tesis del triunfo de los sentimientos, como revela el hecho de que en varias de las cuestiones planteadas con instrucciones sencillas, en las que se daba la libertad de no cumplir con esas instrucciones y la posibilidad de añadir una respuesta abierta, se abra un abanico de respuestas profundamente emocionales.
Que los eslóganes lanzados en las intervenciones presidenciales («Este virus lo paramos unidos» o «Doblegar la curva») sean las expresiones más recordadas y también las consideradas más eficaces pone de manifiesto el éxito de estas fórmulas, que apelan a lo emocional, al sentimiento de unidad, de grupo, por encima de un argumentario que hubiera podido apelar a la evidencia científica.
Lo que también resulta patente es que todo el uso de un lenguaje que se aleje de lo común no podrá nunca tener el éxito que se espera cuanto se lanza al auditorio. «Moral de victoria» ha sido la constatación de este hecho: llamativa, sin duda, ha sido una expresión poco recordada entre las personas que han respondido a la encuesta y también considerada de las menos eficaces.
La oratoria, y más la oratoria política, ha de ser cercana a la forma de expresarse de la mayoría de la ciudadanía. Esto no significa que no se deba ser exigente, cuidadoso y escrupuloso con las palabras que se usan, sino que deben ser aquellas que contribuyan a la claridad y no entorpezcan el entendimiento: «Las palabras raras, las compuestas y las inventadas deben usarse poco y en pocos pasajes» (Aristóteles, 1998).
El hecho de que lo emocional se haya impuesto en la oratoria política puede responder a la cuestión del esfuerzo que supone razonar, o, dicho de otra manera, a lo fácil que resulta «sentir». «Sentir» es, salvo que se sufra algún tipo de trastorno, algo innato. No es necesario ningún esfuerzo, trabajo o formación para sentir miedo, alegría, ira, amor, &c. ¡Ni tan siquiera es necesario desear sentir algo! Son respuestas no voluntarias: no se puede no sentir miedo en una situación de peligro, por ejemplo. Sin embargo, «razonar», aun cuando los razonamientos sean erróneos, requiere un esfuerzo por parte del individuo.
En tanto que sentir es más fácil que razonar, nos hemos abandonado a los sentimientos para la explicación de nuestro entorno, para el supuesto análisis crítico de nuestro presente, lo que sin duda, ofrecerá unos resultados completamente distorsionados del mismo, puesto que los sentimientos no son fin, sino causa de nuestro presente. Todo el mundo siente, pero no todo el mundo es capaz de construir un argumentario.
Pero no solo se puede cargar contra la ciudadanía «sentiente» la responsabilidad del abandono de la razón en el discurso político, ya que también ha sido la propia clase política quien ha renunciado a convencer y ha preferido conmover; quien ha elegido el camino de la conmoción como herramienta de gestión de la cosa pública.
En la línea que expone Michael Sandel y ya hemos mencionado en este trabajo: la política se ha vaciado de argumentario moral y lo que queda es, por un lado, la maraña de los sentimientos, y, por otro, el fin de la política con la entrega a la tecnocracia.
Traducido a las coordenadas del filósofo Roger-Pol Droit (Droit, 2016): el político se ha convertido en sabio, «iluminado, poseído, habitado por éxtasis y palabras que no controla», y ha abandonado la posibilidad de ser un filósofo, «ese hombre ideal que vive gobernado por la razón, doblega su existencia a la verdad y conoce la felicidad por la mesura». Sobran sabios y faltan filósofos.
En la antigua Grecia de llamaba «idiotes» a quienes no tenían ningún interés por lo público, por las cosas comunes. De aquí proviene nuestro «idiota»: «tonto o corto de entendimiento». Y no es que no haya en la actualidad interés por la gestión de la gobernanza, lo hay, pero cuando su crítica, su análisis, se hace desde una perspectiva sentimental se está abandonando la responsabilidad que como ciudadanos tenemos con el interés general. Nos estamos acercando peligrosamente a la figura del «idiotes».